Tuesday 8 June 2010

Me persigue, me persigo.

Regresé a la ciudad de las bananas, a ver a mis amigos y me crucé frente a mi casa, su casa. Una casa en la que según yo el pasado me daba derecho a entrar porque había sudo mía por años. Era casi de noche. La puerta estaba abierta y entré a husmear, a ver los muebles, la decoración, las fotos con las que supe que eran dos hijos de unos cinco y siete años y no solamente un bebé como yo creía saber y las cosas, las cosas de ella.


Oí de repente ruidos y traté de huír. Hice mucho ruido al cerrar la puerta,ya no sabía bien las mañas de esa casa. Huí por unas escaleras que me llevaron al techo de otras casas. Me seguían, me llamaban y yo seguía huyendo de casa en casa, de techo en techo. Me escondí en un tinaco vacío con el corazón en la boca y el estómago encogido. Pensé quedarme ahí el resto de la noche hasta poder escapar, pero me encontraron. Eran, cuatro o cinco jóvenes viviendo en la casa.


Me dijeron que no me preocupara, que la casa estaba abandonada y ellos simplemente la habían encontrado así y llevaban viviendo a escondidas ahí más de año y medio. Me invitaron a seguir husmeando. Primero la recámara de la niña. Llena de lujos, cortinas de seda con flores azules e hilo de oro, colchas de plumas de ganso, juguetes caros arrumbados en canastas de mimbre y una cama de princesa.


El cuarto del niño, de colores naranja, amarillo y rojo estilo mexicano no me llamó tanto la atención, pensé incluso que no era tan feo y exagerado.


Había otro cuarto, el de los juegos, los juegos de ellos. Disfraces, videojuegos, jeringas, drogas e instructivos. Tomé una de las jeringas con contenido azul para observarla de cerca, me lastimé la mano con la aguja sin querer y me asusté. ¿Compartiría entonces ya de sangre una enfermedad con ellos? ¿O es que compartía ese pasado? Esa casa, mi casa, redecorada. Mi casa, con otra dueña, con otras vidas ausentes que ni siquiera se imaginaban mi visita, que de mí ni se percataban.

La cuarta habitación era la de ellos en colores morados y rosas. Había un vestido de noche largo, negro y exagerado tendido sobre la cama, encima de una mascada con rosas bordadas. ¿Era esa mi mascada? ¿La había dejado yo ahí y luego ella se la había adueñado como se adueñó de mi vida bananera? Y si me la llevaba? Al finy al cabo era mía, no? No, la dejé. No quería levantar sospechas.


Tocaron el timbre. Oh, no más gente había llegado.

¿Eran amigos?¿De ellos o míos?


Bajé las escaleras y el grupo de jóvenes que vivía ahí a escondidas, dejando la casa cada día en las mismas condiciones en que la pareja la había dejado, sin pista alguna para no ser descubiertos, me dijo la verdad. La pareja sabía de ellos. Sabían que viven ahí, incluso pagan renta o al menos se supone que deben pagar renta y, de acuerdo a las condiciones de él, en caso de que la madre, el padre, la hermana o yo, nos apareciéramos en la casa, nos deberían dar el dinero. ¿Yo? ¿Era una mentira? ¿Me estaban mientiendo esos extraños? ¿O entonces no era yo tan ignorada?


Finalmente mi teléfono sonó y volví a la realidad con un sabor de boca a sal, con la angustia de un pasado ausente que pareciera escaparse cada vez que me trato de acordar de los detalles, pero también con la tranquilidad detener un presente en otra realidad.